
En cierta ocasión dijo Xabier Pikaza que nadie puede tener una verdadera experiencia religiosa sin haber tenido una auténtica experiencia de lo que es tener una madre. Ya la primera vez que lo oí me pareció verdad, pero ahora lo vivo como verdad. Una madre supone una raíz, un cable unido a la tierra, una conexión con lo que más uno es en lo más adentro de sí mismo... Ahí va un pequeño relato sobre esta experiencia que cada vez me creo más.
Cada día, la señora Clotilde llegaba a la misma hora de siempre, las cuatro y ventitrés minutos de la tarde. Caminaba despacio, llegaba hasta la puerta del ascensor, pulsaba el botón para llamarlo, y se dirigía a la tercera planta para poder ver a su madre. Le había hecho unos encarguillos de unas cosas para coser y tenía ganas de que le enseñara cómo lo había hecho. A través de esos pequeños jueguecitos, mantenía viva la atención de su madre de ciento tres años.
Al llegar, allí estaba. Siempre con los labios pintados, con el pelo bien peinado, la sonrisa preparada para ser ofrecida y un "¡Hola, hija" disparado como una saeta de felicidad al ver al fruto de su entraña. Como Cloti -así era como le llamaban cariñosamente en casa- sospechaba, mamá ya había hecho todo lo que le había encargado: un disfraz para la nietecita para los carnavales, una funda para el tambor del muchacho, un jersey... En fin, un montón de cosas, que le habían llevado un montón de tiempo.
Los jerseys merecen una mención especial. Los hacía con lo que ella llamaba "despojos de lana", que no eran más que ovillos reciclados que le daban las vecinas de aquí y de allá. El resultado eran unos estupendos jerseyses manufacturados por las artesanas manos de mamá. A veces, los ovillos provenían de eso que decía era "el corte inglés", que no es una famosa cadena de tiendas, sino todo aquello que uno se encuentra por la calle y le sirve para alguna cosa. "Es para darle más categoría a la cosa, porque si uno dice que lo ha cogido de la basura, a la gente importante eso le parece cutre", decía. Y luego empezaba que si le había dicho el médico que tuviera cuidado con los "eslinces", que no son un nuevo animal en peligro de extinción, sino esguinces, y que andara con cuidado que tenía el "riesgo" sanguíneo un poco pachucho, que tenía que cuidar la alimentación...
Dos horas y media que se habían pasado como nada. Cloti se tenía que volver. Los niños terminarían la clase de música en un cuarto de hora y tenía que ir a recogerlos. Tras darse un beso y un abrazo, ella partió apresurada. Dejó en la 302 la misma sonrisa, el mismo peinado, los mismos labios llenos de rojo, la misma entraña que le recibió. Al coger el ascensor camino de la planta baja, miraba la bolsa llena de prendas hechas a mano por su mamá, y, por un instante, agradeció a Dios el don de poder disfrutarla y acompañarla aún. Porque, pensó, los hilos de la alfombra que ella era estaban urdidos por la mano paciente y amorosa de aquella mujer en pie que desafió los desafíos por darles de comer, buscando, de supermercado en supermercado, las cosas más baratas para poder sacar la familia adelante. Al salir por la puerta de la residencia, tiró un beso a la habitación de mamá, que estaba asomada a la ventana, y, por telepatía, le dio también las gracias. La anciana, desde arriba, le sonreía...